Iruzki iba a ver a las ancianas ¿Sabrían de algún ritual para recuperar la luz de su Eguzkilore?+
No eran las heladas de la noche ni los paisajes de las montañas abrazadas por la niebla lo que daba frío a Iruzki. Bajo su fina piel guardaba toda la humedad del valle, de los serpenteantes ríos, riachuelos y cascadas. Iruzki sentía tanto frío que le faltaba el aire. Si no estaba bajo el agua se ahogaba, le arrastraba la misma vida como una corriente. Le pesaba el cuerpo, esos temblores, el estar alerta, la confusión, no le dejaban disfrutar del olor a madera quemada, ni del saludo de los pájaros a primera hora de la mañana.
Una y otra vez miró si llevaba las llaves y si había cerrado la puerta del apartamento “joaldun”. Se aseguró de que nadie le viera salir de la casa rural Tresanea. Observó el medallón que llevaba colgado del cuello con la flor de cardo. El eguzki-lore ya no tenía una luz especial, se la habían robado, reflejaba un invierno eterno.
Caminaba con sus pies helados mirando tras las esquinas por si le seguía alguien. No podía dejar rastro. No podía decir ni de dónde venía ni quién era. Con todo ese miedo apenas sentía su cuerpo. Desde que era niña no había vuelto a Malerreka, “el valle olvidado”, como le llamaban popularmente algunas personas. Arrancó de manera mecánica su furgoneta con olor a pan y se puso en dirección a las ancianas del valle para preguntarles si sabían de algún ritual para recuperar la luz del medallón. Antes de bajarse, sacó un pañuelo rojo, cuadrado, lo plegó y se lo puso al cuello. Ya no recordaba con qué ilusión lo llevaba por Mari, diosa de las tormentas, en honor a su aparición en forma de bola de fuego, ni cómo era creer en las diosas, en la magia. Conectar con la naturaleza y con ella misma le causaba mucho dolor.
Una y otra vez miró si llevaba las llaves y si había cerrado la puerta del apartamento “joaldun”. Se aseguró de que nadie le viera salir de la casa rural Tresanea. Observó el medallón que llevaba colgado del cuello con la flor de cardo. El eguzki-lore ya no tenía una luz especial, se la habían robado, reflejaba un invierno eterno.
Caminaba con sus pies helados mirando tras las esquinas por si le seguía alguien. No podía dejar rastro. No podía decir ni de dónde venía ni quién era. Con todo ese miedo apenas sentía su cuerpo. Desde que era niña no había vuelto a Malerreka, “el valle olvidado”, como le llamaban popularmente algunas personas. Arrancó de manera mecánica su furgoneta con olor a pan y se puso en dirección a las ancianas del valle para preguntarles si sabían de algún ritual para recuperar la luz del medallón. Antes de bajarse, sacó un pañuelo rojo, cuadrado, lo plegó y se lo puso al cuello. Ya no recordaba con qué ilusión lo llevaba por Mari, diosa de las tormentas, en honor a su aparición en forma de bola de fuego, ni cómo era creer en las diosas, en la magia. Conectar con la naturaleza y con ella misma le causaba mucho dolor.